jueves, 6 de febrero de 2014

Hoy presento un detalle didáctico - para quienes estén interesados en esto.



Les deseo salud.

sábado, 1 de septiembre de 2012

"Contempt of court"

No sé si en México existe la figura jurídica de lo que en inglés se llama contempt of court, que se refiere a “actos de desobediencia deliberada o falta de respeto hacia una ley o alguna autoridad pública, como un tribunal o un cuerpo legislativo”, una “conducta que desafía la autoridad, la justicia y la dignidad de un tribunal” mediante la mofa, la denigración o las amenazas, a fin de obstruir o degradar un proceso judicial o coaccionar a un juez para orientar su fallo en algún sentido. En otros países, particularmente los Estados Unidos e Inglaterra, se ha alcanzado una cultura de respeto a la ley y se vive en un “estado de derecho” gracias, en parte, a que los jueces tienen la facultad de incriminar, incluso penalmente, a quienes incurren en dicho contempt of court y castigar severamente a los infractores. Pero en este país se da el caso de que el candidato perdedor en las elecciones presidenciales declare públicamente que “no acepta” el fallo del tribunal electoral. Como si hubiese la posibilidad de no aceptar una resolución judicial. A menos, claro está, que esté haciendo un llamado a la rebelión, a desconocer las leyes y a oponerse a su cumplimiento. No hay otra opción: eso es lo que está detrás de su llamamiento a la desobediencia civil. Es un engaño pretender que se puede entrar en la rebelión de manera pacífica. Hay atrás de eso la intención perversa de subvertir el orden y buscar un alzamiento social que no puede ser otra cosa que violento. Las palabras no bastan: los razonamientos primitivos en el sentido de que “desobedeceremos la ley de manera responsable y pacífica para que no nos acusen de violentos” pueden calar en mentes rústicas, incapaces de percibir la contradicción en los términos y los peligros que ello encierra. Hay que interpretar su posición: ya que no me dan el poder, incendiaré el país. Así procedió Hitler en las postrimerías de la segunda guerra, arrasando ciudades y ordenando matanzas indiscriminadas ante la inminencia de su derrota. Afortunadamente, el Estado no está manco y, como sucedió hace seis años, las aguas volverán a su cauce después de algunas turbulencias. Recordemos cómo el Zócalo y las avenidas principales del centro de la ciudad de México, innecesaria y estúpidamente invadidas por la turba desorientada durante casi dos meses, hubieron de ser desalojadas con premura para no estorbar las celebraciones del 16 de septiembre.

miércoles, 25 de abril de 2012

Prueba de embedding CDF

Para probar el embedding de un notebook de demostración:

domingo, 19 de septiembre de 2010

Celebraciones bicentenarias

Esta temporada de fiestas “bicentenarias” me deja algunas reflexiones que quiero compartir con mis amigos y lectores.

Much ado about nothing es la shakespeariana frase que resume mi pensamiento al respecto. Y es de lamentarse que, una vez más, gobierno e instituciones privadas se regodeen en presentarnos una serie de eventos seudo históricos como una trama ordenada, con principio y fin, donde descuellan personajes ficcionales que no tienen un ápice de verosimilitud. Y no sólo no son verosímiles, sino que cada uno aparece retratado en diferentes versiones contradictorias: la abominable serie de Televisa – “Gritos de muerte y libertad”, de una vulgaridad apabullante -, la película “Hidalgo; la historia jamás contada”, de la cual solo ví unas cuantas escenas; la de Discovery Channel: “El grito que sacudió a México”, y la de National Geographic Channel: “Hidalgo, la verdadera historia”.

Por supuesto, no pretendo tener un conocimiento especializado en el tema solo por haber visto unos cuantos programas de televisión y leído unos cuantos libros de historia de México. Sí me queda, en cambio, la sensación de que hay una falta de rigor en el tratamiento de los especialistas – quizá por mi formación en un área donde los hechos se presentan sin subjetividad y las interpretaciones no dependen de la nacionalidad o la filiación política o religiosa de quien las hace. Así, a fin de cuentas, nuestra historia nacional termina siendo un pot-pourri de fechas, nombres y eventos desordenados y frecuentemente inverosímiles. La consecuencia es que no se entiende (ni yo ni nadie) a este país.

Ya he mencionado anteriormente algunas de mis objeciones a que se sacralice al cura Hidalgo como “Padre de la Patria”. No se requiere un gran conocimiento para llegar a la conclusión de que ni ideológicamente, ni intelectualmente, ni militarmente, ni políticamente reúne este personaje cualidades que lo hagan merecedor a tal distinción. Era miembro de un grupo de criollos conspiradores en busca de terminar, sí, con los privilegios políticos y económicos de los españoles peninsulares, pero solamente para hacerlos extensivos a su grupo, no para lograr independencia de España y menos para acabar con la hegemonía de la Corona española. Y su “grito”, no olvidemos, incluía el “Viva Fernando VII”.

Y, pensándolo bien, hay otro aspecto de ignominia que sólo se menciona de pasada en el recuento del breve paso de Hidalgo por aquella guerra: la espantosa degollina de los españoles refugiados en la Alhóndiga de Granaditas; hombres, mujeres y niños apaleados, violados y destripados por la plebe sedienta de sangre, legitimada por el “mueran los gachupines” que se había incorporado a las arengas del cura y que, aún hoy, resuena ocasionalmente en las celebraciones septembrinas. Hidalgo no quiso, o no pudo, frenar a la turba en ese momento, pero no cabe duda de que él fue quien propició los acontecimientos. ¿No sería el momento de que nuestra ilustre Comisión Nacional de los Derechos Humanos tomara cartas en el asunto y emitiera, por lo menos, alguna recomendación para los que ensalzan la memoria de quien, ahora, sería considerado un criminal de guerra?

martes, 31 de agosto de 2010

Celebración del Bicentenario

En estos tiempos de celebración del llamado Bicentenario se agudiza la confusión sobre la realidad de los acontecimientos históricos. Nunca he sido fervoroso creyente en los símbolos de nuestra historia, y creo que nos han embaucado desde los primeros años de nuestra instrucción escolar con nombres, fechas y sucesos que ni tienen importancia, ni tienen – muchas veces - un gramo de verdad.

Tengo mi domicilio cerca de una calle llamada Hidalgo, y una revisión somera de la guía de la zona metropolitana arroja la cantidad de 1,258 calles, avenidas, cerradas, callejones y otras categorías que llevan el mismo nombre. Por ociosa curiosidad busqué en el mapa de la ciudad de Londres - del Greater London, o sea, la zona conurbada- alguna cosa equivalente, y puse “Wellington” (un héroe nacional de importancia para los ingleses como quizá lo sea Hidalgo para México), con las categorías “street”,”avenue”, “road”,“lane”, “close”, “mews”, “gardens”, “grove” y “park”, que son tal vez las más usadas en la nomenclatura callejera. Encontré un total de 11 casos.

Pero toma en cuenta, me podrían argumentar, que Hidalgo es el Padre de la Patria, en tanto que Wellington no tiene esa designación honorífica, a lo que yo podría contestar que no sé a cuento de qué le inventaron a aquél dicha calidad de progenitor y, en todo caso, Wellington fue un winner, mientras que Hidalgo, al término de los escasos cinco meses en que se mantuvo a la cabeza de su movimiento puede calificarse como un loser. ¿Por qué – insisto – tanto reconocimiento, tanto homenaje, tanta veneración, a un personaje que participó sólo efímeramente en aquella compleja guerra que duró casi exactamente 11 años? Y que, por añadidura, no manifestó en ningún momento rasgos de talento político o militar significativos.

¡Uy, palabras sacrílegas! Pero es que, regresando al tema inicial, sucede que acabo de ver por la televisión, en el Discovery Channel, el primer episodio de una serie llamada El grito que sacudió a México, que trata de lo sucedido en los primeros meses de aquella gesta iniciada en 1810. Y me llamó la atención la manera como el guión se aparta radicalmente de la ortodoxia nacionalista mexicana y, sin estridencias, presenta una versión de los hechos que calificaré como muy verosímil. Hidalgo perseguía integrar a los criollos - no a los indios - a los centros de decisión política y administrativa; su propósito no era independizarse de España sino, por el contrario, apoyar a la depuesta monarquía borbónica en contra de los invasores bonapartistas; el personaje que tenía las credenciales apropiadas para liderar el movimiento era Allende, y no el cura; la Corregidora era simplemente la señora de la casa donde se reunían los conspiradores – amable y simpática anfitriona, que no participante activa -; no hubo tal Grito ni se convocó a la gente mediante la campana de Dolores la noche del sábado 15 de septiembre sino hasta el 16, aprovechando que era domingo y la gente concurría espontáneamente, de haciendas, rancherías y caseríos cercanos a Dolores, a cumplir con los ritos religiosos dominicales.

Añado que la serie en cuestión, hecha con actores no profesionales pero, como en los programa de ese tipo en ese y otros canales norteamericanos (NatGeo o History Channel), conducidos con corrección en lo que se refiere a vestuario y ambientación, ha sido asesorada por un grupo amplio de historiadores mexicanos, de la UNAM, El Colegio de México, la Universidad Iberoamericana y El Colegio de San Luis Potosí, es decir, no se trata de una visión ramplona de “extranjeros malintencionados ignorantes de nuestra gloriosa historia patria”.

Y presenta, sin tapujos, a Hidalgo como un hombre que no tenía las cualidades que lo hubieran hecho un líder revolucionario capaz de llevar a su movimiento a buen final. Su fugaz participación en la guerra, y su pronta captura y fusilamiento, se debió más que nada a los gravísimos errores estratégicos que cometió, en contra de las opiniones de Allende. Y sus seguidores, por desgracia, fueron principalmente campesinos hambrientos, y asesinos y ladrones liberados de la cárcel por el cura, todos ellos atraídos por las perspectivas del pillaje y el saqueo de las poblaciones que caían en sus manos; gente, pues, sin la disciplina que requería un ejército revolucionario.

¿El Padre de la Patria? Pues creo que no; más bien, que nos han vendido – desde la escuela primaria – a un personaje muy cuestionable. Y es que no tenemos muchos héroes: de ahí, pues, las 1,258 calles que llevan su nombre, para confusión de quienes simplemente buscan una dirección.

lunes, 9 de agosto de 2010

Funcionarios analfabetos

El pasado 1o. de agosto se publicó un artículo en el New York Times firmado por Elisabeth Malkin, con el título “Las manifestaciones ponen a prueba la paciencia de los conductores en la ciudad de México”, a propósito de los cotidianos bloqueos a la circulación vehicular por parte de grupos que hacen de la calle un lugar apropiado para expresar sus opiniones, protestas o exigencias. Malkin se refiere, con cierta sorna, al lema que ahora encabeza las publicaciones oficiales del gobierno del Distrito Federal, ¨Capital en Movimiento”, haciendo notar que, en realidad, la mayor parte del tiempo nuestra sufrida capital está más bien semiparalizada.

El artículo en cuestión, ya comentado también por Sergio Sarmiento en su columna Jaque Mate, en el diario Reforma (6-Ago-2010), refleja la estupefacción de cualquier observador externo ante lo absurdo de la situación. Se trata de una ciudad enorme, con problemas gigantescos – varias veces he insistido sobre ello – que rebasan la capacidad técnica y administrativa de sus gobernantes y agobian a sus habitantes, pero que es víctima, además, de la irracionalidad de grupúsculos políticos que por inconsciencia o por maldad añaden dificultades artificiales a las de por sí incontrolables situaciones derivadas de las condiciones meteorológicas y otras causas.

Ciertamente, son pocas las ciudades del mundo en que sus habitantes están sujetos a este tipo de situaciones. A veces, desde luego, se dan manifestaciones callejeras y se cierra momentáneamente alguna vialidad importante (me tocó recientemente presenciar una, en Barcelona, que no duró arriba de unos 40 minutos y se disolvió con orden y presteza). En Nueva York, Londres, Madrid, París o Berlín, urbes todas ellas que no podríamos calificar de antidemocráticas, estas cosas no suceden más que, en todo caso, de manera aislada y controlada por la policía local. ¿Por qué, en cambio, a nosotros nos pasa eso, que no puedo más que calificar como una estupidez perversa que causa graves daños a la población?

El origen está, creo yo, en la demagogia característica de los gobiernos PRIístas que, durante setenta años, se esforzaban por aparentar que cuidaban con pulcritud las libertades individuales y sociales. Recuerdo (qué buena memoria, ¿eh?) aquella frase del Presidente Ruiz Cortines, por allá de los años cincuentas, enunciada con toda solemnidad “es preferible el abuso de las libertades ciudadanas que el ejercicio de la más moderada dictadura”. Y vaya mentira, pues aquel veracruzano no se tentaba el corazón para reprimir con la dureza que fuese necesaria a quienes trataran de subvertir el orden, al igual que sus sucesores. Así se fue construyendo, sexenio tras sexenio, esa doble personalidad de los gobiernos mexicanos, por un lado predicando las libertades y, por el otro, asestando sin miramientos duros mazazos a quienes osaran salirse de control.

Sin embargo, en la capital del país se ha dado un cambio de estilo en los últimos doce o quince años, a raíz de los gobiernos de seudo-izquierda que se han apoderado del control político y administrativo de la ciudad (y digo de seudo-izquierda, porque por lo general el término izquierda refleja una posición progresista pero fundamentalmente racional; en el caso del D.F., por desgracia, esta condición no suele cumplirse). A diferencia del doble discurso PRIísta, los gobiernos de seudo-izquierda han optado por soltar la rienda, dejando al libre arbitrio de las masas el funcionamiento de la ciudad. Es evidente que eso les representa grandes ventajas electorales, y por ello no se ve, en un futuro cercano, la posibilidad de que nos deshagamos de ellos.

Y las justificaciones que ofrecen los funcionarios municipales son de una inocencia palmaria, que hace patente su cortedad mental. Narra la periodista Malkin que el subsecretario de gobierno del Distrito Federal, un tal Juan José García Ochoa, aduce que “en nuestro país hay un derecho constitucional a manifestarse”. Este buen señor ignora que ese derecho constitucional existe en muchos otros países, y paso a citar tres a guisa de ejemplo:

En la Constitución de los Estados Unidos dice textualmente la First Amendment (traducción mía): “La ley no puede establecer una religión ni prohibir su libre culto, ni restringir la libertad de expresión o el derecho de la gente para reunirse pacíficamente o para ejercer el derecho de petición...”

Y en la Constitución Española rezan los artículos 20 y 21: “Se reconocen y protegen los derechos a expresar y difundir libremente los pensamientos, ideas y opiniones mediante la palabra, el escrito o cualquier otro medio...”, “Se reconoce el derecho de reunión pacífica y sin armas... En el caso de reuniones en lugares de tránsito público y manifestaciones se dará comunicación previa a la autoridad, que sólo podrá prohibirlas cuando existan razones fundadas de alteración del orden público para personas y bienes.”

En Inglaterra existe formalmente la Human Rights Act, de 1988, que establece el derecho a la protesta pacífica o acción directa no violenta. Esto significa que se puede participar en una manifestación pública de protesta mientras no se dé la violencia contra personas o bienes. Sin embargo, se requiere obtener un permiso previo de la autoridad policial

Comparemos estos con el Artículo 9o. de la Constitución de nuestro país: “No se podrá coartar el derecho de asociarse o reunirse pacíficamente con cualquier objeto lícito... Ninguna reunión armada, tiene derecho de deliberar... No se considerará ilegal, y no podrá ser disuelta una asamblea o reunión que tenga por objeto hacer una petición o presentar una protesta por algún acto a una autoridad, si no se profieren injurias contra ésta, ni se hiciere uso de violencias o amenazas para intimidarla u obligarla a resolver en el sentido que se desee...”

Si leemos bien nos daremos cuenta de que la constitución mexicana es ligeramente más restrictiva que la norteamericana o la española aunque, en todo caso, la coincidencia de fondo con las tres citadas es realmente notable en ese sentido. Lo que sucede es que nuestros funcionarios de la seudo-izquierda padecen deficiencias graves en su formación. Son, de hecho analfabetos funcionales, pues conocen el alfabeto, pero son incapaces de comprender lo que leen. Y, claro, aún así pretenden darle una lección a los extranjeros exponiendo una supuesta superioridad de nuestras leyes en materia de libertades. Vaya ridículo el que hacen.

jueves, 22 de julio de 2010

¿Nos lo merecemos o no?

Dice el Rector de la UNAM, don José Narro, que “nuestro país no merece lo que le pasa”, refiriéndose a “los problemas seculares de nuestra historia como la pobreza y la desigualdad” y se lamenta de “la falta de expectativas, el desánimo y las desavenencias entre grupos y sectores...” y de la falta, en general, “de visión de largo plazo, compromiso con el porvenir y sacrificio de lo inmediato”.

Pues tengo que decir que disiento de la tesis del señor rector. Si es admisible hablar de merecimientos, nuestro país (y entiendo por ello a la sociedad mexicana) se merece lo que le pasa, pues las cosas a que alude el rector no son culpa de nadie ajeno a esta sociedad: no son injustos castigos divinos, ni el resultado de invasiones de ejércitos extranjeros u otras causas que pudieran explicarlo. Qué, ¿somos acaso un país de inocentes que han sido “inmerecidamente” devastados por catástrofes incontrolables cuya consecuencia son esos siglos de pobreza y desigualdad?

Esos grandes problemas del país, la pobreza y la desigualdad, están ahí porque no han sido atendidos adecuadamente por los mexicanos, desde que existimos como tales, a partir de la conquista. Tenemos casi quinientos años de existencia más o menos definida – sea como colonia de la Corona Española o como país independiente – y ni durante la colonia ni después, en los doscientos años de vida independiente que con gran alborozo nos disponemos ahora a festejar, hemos sido capaces de forjar una nación próspera, donde se hubiese abolido la pobreza y la desigualdad. Y, por supuesto, pretextos no faltan. Cierto, durante los tres siglos de colonia, la política española hacia sus dominios coloniales fue desastrosa – aunque hay que admitir que, a la postre, los resultados para España también fueron desastrosos. La Corona Española nunca tuvo interés en desarrollar los territorios bajo su dominio, pero los que vivían aquí, llámense criollos, mestizos o indígenas, tampoco mostraron la capacidad para suplir esa displicencia y el país llegó al principio del Siglo XIX con una formidable falta de gente preparada para encargarse de manejar una nueva nación. Sí, admito que la política de la metrópoli en materia económica fue de una tontería sublime al restringir la posibilidad de fortalecer ciertas actividades clave, pero que yo sepa nunca limitó de manera deliberada el acceso a la educación de la población en general. Fueron los mexicanos quienes no se preocuparon de ello, pues los que eran propiamente españoles, además de los conquistadores, siempre constituyeron un grupo numéricamente pequeño. Y es irrebatible que los que no eran españoles eran mexicanos, ya fuese como criollos o de cualquier otro modo.

Y entonces, una vez que - en medio de una confusión todavía difícil de entender para la mayoría de nosotros - se formalizó la nación independiente, los mexicanos de aquella época y sus descendientes no supieron contender adecuadamente con los problemas. Fueron los mexicanos quienes empobrecieron aún más al país y quienes nunca emprendieron una política de estado para terminar con la desigualdad social, que todavía sigue siendo una situación muy grave. Fueron los mexicanos quienes abandonaron a su suerte a los territorios del norte y pusieron las bases para que a sus pobladores les resultara más atractivo pasar a formar parte de la poderosa nación norteamericana que seguir siendo víctimas del expolio metropolitano (y sigue siendo cierto que para muchos millones de compatriotas sea más atractivo irse a vivir a los Estados Unidos, a pesar de las tremendas dificultades que ello implica). Fueron los mexicanos los que después de las guerras intestinas del período de 1910 a 1920 crearon instituciones que, a la postre, resultaron ruinosas por la falta de previsión, talento y experiencia de quienes estuvieron a su cargo. Y en todas las épocas fue la sociedad mexicana la que propició la indolencia, la irresponsabilidad, la pasividad, el desprecio por el esfuerzo y el trabajo y fomentó la escandalosa corrupción que ahora nos ahoga.

Así que no hay más remedio que admitir que nos merecemos lo que pasa. ¡Qué fácil es echar la culpa a alguien más! Y por cierto, don José, seguimos sin encontrar el rumbo en materia educativa y propiciando el éxodo de nuestras mejores gentes a buscar horizontes en otros países.